@IsabelDlRio / @miransaya

domingo, 12 de julio de 2009

Astrid, capítulo 39: Antiguo maestro, alumno nuevo


Viernes, 27 de junio de 2008

En Barcelona, Palau Sant Jordi


La música, una voz histriónica acompañada de cuerda y viento, impregna la sala. Tío Bernard se acerca al puesto de información y pregunta por uno de los grupos. Me ato la pulsera roja de plástico con finas letras negras semejantes a huesos, las cuales rezan: EIAM ’08. Un gran ojo muestra imágenes de las últimas exhibiciones. Los flashes saltan por todas partes, a la vez que la música india deja paso a una acompasada melodía de tambores y flautas japonesas.

—Está por allí —dice señalando a un grupo vestido de negro con círculos rojo intenso en sus solapas; cinturones verdes, blancos o negros los distinguen.

Uno de ellos levanta la mano; cinturón negro, sonrisa amplia, cabellos oscuros, ondulados y revueltos. Se nos aproxima anudándose un pañuelo que sujeta su melena felina hacia atrás.

—¡Bernard, que alegría! —Le da un abrazo amistoso. Dos bolsitas de tela con signos ininteligibles, una verde y otra roja, penden como amuletos de su cinto— ¿Vienes a vernos o a entrenar?

Tío Bernard golpea alegre su brazo e, inmediatamente, hace una reverencia a un hombre bajito que se nos acerca, el único que lleva el círculo de su solapa de otro color: verde.

—Bernard —suspira con voz simpática—, cuanto tiempo sin ver a mi alumno estrella.

—Ese siempre ha sido Fernando, maestro —responde palmeando la espalda del apuesto melenudo.

Yo sigo observándoles, no pinto nada en esa memoria del pasado, sólo me recuerda, con el sonido de los taikos de fondo, todo a lo que ha renunciado para proporcionarme una vida.

—¿Y esta belleza? —pregunta Fernando contemplándome con sus pequeños, achinados y profundos ojos de trigo.

—Esta es Astrid, la hija de mi hermano Iván; ahora vive conmigo—con esas palabras ambos, compañero y maestro, hacen un gesto de comprensión.

—¿Quieres probar, Astrid? —me invita el hombre de cabeza rapada y sonrisa bonachona.

—¡¿Yo!? —exclamó—. No, no,… no podría.

—Claro que sí, mujer —Fernando me arrastra ya hacia el tatami—. ¿Me la prestas un ratito? Te la cuidaré bien.

Tío Bernard suelta una sonora carcajada y, haciéndose a un lado, saca la cámara y se dispone a grabar para siempre aquel instante.

—Nunca pensé que pudiera tumbar a un hombre tan alto… —susurro metiéndome en la boca un trozo de sashimi de salmón y un poco de arroz con salsa de soja.

—¿Te ha gustado? —Pregunta Fernando contemplando de reojo a tío Bernard.

—No lo sé —respondo —, pero no me sentí indefensa—añado.

Mis palabras los dejan a todos perplejos, a todos excepto a tío Bernard que continua comiendo su sopa de miso.

—Entonces apúntate —propone de repente.

El hombre bajito, sentado junto a él, se acaricia la perilla morena y canosa.

—Sí, podríamos entrenarla nosotros, y cuando alcanzara el nivel del resto unirse al grupo —el maestro habla a tío Bernard y a Fernando, pero me mira a mí, estudiando mis reacciones.

—Entonces, si es lo que Astrid quiere… —deja que las sílabas se paseen por el aire con aroma a tallarines con verduras, escruta mi mirada—. Os la enviaré el jueves, estos días estaremos fuera.

Complacida, sin añadir nada más, ataco el sushi.

Por alguna razón me atrae la idea de practicar algo que le llenó durante tanto tiempo, compartir algo con él; además, aprendería a defenderme de aquello que temo, o eso creo.