Jueves, 8 de mayo de 2008
En Barcelona
El timbre de la puerta me desvela. La habitación permanece en penumbra. Papeles rallados o rotos por el suelo y sobre la colcha. Me levanto de la cama con la sensación de que no voy a poder abrir los ojos, no veo gran cosa, es como si una densa neblina enturbiara todo lo que me rodea.
Con pasos torpes, guiándome con el tacto, con los brazos expendidos hacia delante, cual niño que aprende a andar, abro la puerta y el aire fresco, o al menos más oxigenado que el del agujero donde llevo escondida desde ayer tarde, abre mis fosas nasales y casi parece que me despeja.
Tío Bernard debes estar en Babilonia. Dentro de poco será la hora de comer, pero no tengo hambre.
Observo mi imagen reflejada en la pantalla oscura del televisor. No puedo contemplarme el rostro, pero sí mi escuálida figura apenas cubierta por una camiseta de tirantes y unos shorts. El pelo revuelto enmarca mi cabeza en forma de corona de espinas.
¡Piiii! ¡¡Poc, poc, poc!!
De nuevo la puerta. Resoplo agobiada, no quiero ver a nadie, deseo estar sola, dibujar e intentar comprender qué está ocurriendo.
Giro el pomo sin preocuparme por mi aspecto, sin comprobar de quién se trata, y allí está ella, con una amplia y contagiosa sonrisa. Me abraza con fuerza y entra.
—¡¡Feliz cumpleaños!! Siento mucho no haber podido estar en tu fiesta.
Tánit resplandece. Lleva una camiseta roja que resalta sus rasgos y se ha cambiado a las lentillas.
—No pasa nada. ¿Cuándo has vuelto del pueblo?
—Esta madrugada —responde alegremente—por eso no he ido a clase. He pasado por la librería para dejarte esto —su “esto” va acompañado de una bolsa de papel con flores lilas—y tu tío me ha dicho que estabas en casa. ¿Te encuentras mal? —Su mirada se pasea de mi pelo a mi cara, y de ésta a mis piernas.
—No —respondo.
—Bueno, abramos esto —dice encaminándose hacia mi habitación.
Me paro ante ella cortándole el paso.
—Lo siento, está hecho un desastre.
—Ah, bien —sé que no me ha creído—, pues aquí, entonces —me tiende la bolsa y se acomoda en el sofá.
Me siento en la mesita y aparto papel de charol verde y rosa hasta llegar a una pequeña bolsa suave como la piel de un melocotón y roja como un fresón maduro. Desato el lazo que la mantiene cerrada e introduzco los dedos. Saco una larga cadena de plata y, colgando de ella, un cuarzo ahumado al que la luz que se cuela por la ventana de la cocina le arranca destellos arco iris.
—Es precioso —exclamo sorprendida.
—Los hace un hombre del pueblo, un pastor, dice que esa piedra ayuda a limpiar y concentrar la energía.
Saltando del sitio la abrazo sin reconocer mi propio impulso.
—Muchas gracias —susurro a su oído plantándole un beso en la curva que une la oreja y el cuello.