domingo, 29 de marzo de 2009

Astrid, capítulo 33: Violeta



Jueves, 17 de abril de 2008

En Barcelona



La mujer le mira, intenta verle, reconocerle, finalmente una amplia y cálida sonrisa se dibuja en su pálido rostro surcado por simpáticas arrugas. Alarga sus brazos regordetes enfundados en una camisa ancha de flores y le rodea dándole dos besos y quedándose así, en esa postura, abrazándole, unos segundos. Tío Bernard cierra los ojos estrechándola con fuerza, pero vigilando de no hacerle daño.

Toda la semana ha estado serio y ausente, hasta que ayer recibió la llamada.

—Nos vamos a una exposición —dijo con una hermosa mueca en la cara.

La pequeña sala en la que normalmente se hacen cursos de baile está abarrotada. El calor me ha obligado a desprenderme de la chaqueta y quedarme en manga corta. La gente entra y sale en tal número que no llego a memorizar más de dos caras antes de que éstas sean sustituidas por dos nuevas. Las cuatro paredes están empapeladas y tres niñas se untan las manos en pintura de unos platos de plástico blanco que reposan en el suelo, después corren a pintar sobre el lienzo improvisado mientras una mujer joven, con los antebrazos negros por la mezcla de pinturas, las vigila distraída. En lo alto, protegidas de las manos de las juguetonas hadas, una docena de láminas iluminan con su colorido cada rincón de la umbría y diminuta sala, todas de flores y ramos.

Tío Bernard acompaña del brazo a la mujer con la que, hasta unos segundos antes, ha estado unido en un tierno abrazo, y se acercan hasta mí.

—Hola —me saluda con un marcado acento catalán.

—Esta es Violeta —dice tío Bernard señalando a la señora vestida con una larga falda oscura con motivos orientales, una camisa ancha de flores rojas, montones de collares de cuentas y minerales, y una larga melena gris recogida en distintas trencitas colgantes y un moño despeinado y curioso —, era mi profesora de arte en el instituto —puntualiza.

—Encantada —respondo a la presentación.

Sus ojos grises por la ceguera me contemplan tras los gruesos cristales de sus gafas. A pesar de que apenas puede verme percibo un brillo, como una chispa titilante, al fondo de sus pupilas. Tambaleando, se aproxima y me da dos besos.

—Eres clavadita a tu padre —repone con una enorme y reconfortante sonrisa —, también era alumno mío en el instituto, que hermosos dibujos hacía, ¿verdad, Bernard? —Tío Bernard asiente cogiéndola de la mano con afecto —. ¿Tú también pintas? —Pregunta.

—¿Yo? —Nunca había visto un solo dibujo de mi padre, ni siquiera recordaba ninguna situación en que le hubiera visto hacerlo —. No, yo no sé pintar.

—Claro que sabes —responde segura de si misma.

Alza una mano por encima de la multitud y la masa, que parecía ser completamente ajena a su presencia, la observa unos segundos ante su señal. Al momento un chico regordete y muy alto se acerca.

—Si, què vols Violeta? (Si, ¿qué quieres Violeta?) —Pregunta en murmullos.

—La capsa antiga, on son els meus estris (La caja antigua, donde tengo mis herramientas).

El chico va directo a un rincón y, de una bolsa, saca una pequeña caja metálica con una pareja vestida de época paseando por un parque dibujada en relieve sobre la tapa. Regresa y se la entrega a la encantadora hippy.

—Esto es para ti —me dice con su voz nasal.

—¡¿Cómo!? —Respondo sorprendida —. No, no puedo aceptarlo.

Miro a tío Bernard en busca de auxilio, pero el ríe divertido.

—Quiero que pintes —dice la mujer —, y dentro de unas semanas, cuando vaya a visitaros, te diré si sabes o no sabes pintar.

Dicho esto, pone la caja en mis manos y, risueña, va hacia el gentío acompañada del servicial gigante.

—Le has caído bien —dice tío Bernard.

No respondo, ¿qué puedo decir? Tengo una caja de pinturas en las manos y ni siquiera sé utilizarlas.

La observo. Bajita y de atuendo cómico se mueve torpemente entre el barullo, pero todos son atentos, todos la colman de cariño, de besos, caricias,… No hace calor, sólo se trata de un gran abrazo.



(Dedicado a Anna, mi querida profesora de dibujo)