Jueves, 3 de abril de 2008
En Barcelona
Aguardo junto a la escalera que sube al segundo piso con la mochila a mis pies. Tío Bernard cuenta el dinero de la caja antes de salir a comer; se acerca Sant Jordi y el público está más interesado en la lectura.
Noa me ha acompañado hasta Babilonia y, tras quedar con tío Bernard para abrir más tarde, se ha ido a comer con Blanca.
Le contemplo mientras, serio y con sus nuevas gafas de metal negras en la punta de la nariz, cuenta los billetes y apunta la cantidad en una libretilla que reposa junto a la caja registradora. Vuelve a tener ese aspecto desaliñado, de nuevo la barba de pocos días le cubre el rostro y, ahora, con las gafas medio caídas, parece un anciano. Sonrío, seguramente eso es lo que desea, parecerme un anciano.
—En seguida estoy, un momento —dice guardando en sobres diferentes los fajos de billetes: azules, rosas, verdes,… casi parece el Monopoli —. Tendremos que pasarnos por el banco.
—“No problemo” –respondo alegremente.
El martes, tras la justa reprimenda de Noa, fui capaz de enfrentarme a mis fantasmas. Es cierto que en parte mentí a tío Bernard, le dije que no le quería de ese modo, que me había confundido, pero ahora todo es mejor. Él casi vuelve a ser el mismo conmigo, aunque vigila mucho cuando se acerca a mí o me habla, pero ahora creo que todo puede volver a la normalidad, que podemos ser una familia.
La campanilla canta, melodiosa, interrumpiendo mis pensamientos de “fueron felices y comieron perdices”. Me dirijo a la puerta decidida y, sin mirar siquiera quien entra, digo de forma mecánica:
—Lo siento, estamos cerrados, volveremos a abrir a las cinco y media, si no le es molestia vuelva más tarde.
Pero ella no me escucha. Una mujer alta y esbelta, segura en sus zapatos de tacón de aguja negros, con un suéter demasiado ajustado como para poder respirar y una larga trenza rubio platino, se abre paso dejándome a un lado y se acerca a tío Bernard sonriente.
—Lo sentimos, pero como le ha dicho mi ayudante estamos cerrados —musita tío Bernard guardando los sobres en el bolsillo interior de su americana.
—Hola cariño —responde ella a los avisos de clausura —, ¿no vas a darme un beso de bienvenida?
Tío Bernard levanta la vista y la observa aturdido. Se quita las gafas repasándola de arriba abajo y se sonroja.
—Alicia, ¿cuándo has vuelto? —pregunta sin decidirse muy bien por qué expresión es la más conveniente en esos momentos.
—Esta mañana —responde —, y he querido venir a verte en cuanto he podido, amor.
Se aproxima a él insinuante y le besa en los labios, él no se resiste hasta que su mirada da conmigo, que sigo estupefacta junto a la puerta abierta, y la separa bruscamente; ella parece contrariada.
—¿Te he presentado a mi sobrina? —pregunta arrastrándola hasta mí cogiéndola por la mano —Alicia —dice señalándome con su mano libre —, esta es Astrid, mi sobrina y mi hija adoptiva —sus ojos tallados en lapislázuli se abren como platos y sus pupilas se dilatan —. Astrid —esta vez la señala a ella —, esta es Alicia, mi prometida.
Siento que unas uñas de hielo recorren mi columna aferrándose a mi nuca, a la vez que una masa caliente trepa de mi estómago a mi garganta y mi corazón lucha por salirse de mi pecho. No sé que cara habré puesto, pero dudo que mucho mejor que la de ellos.
—Encantada —dice acercándose y plantándome dos besos con perfume a azahar.