Martes, 1 de abril de 2008
En Barcelona
Desde la corona de Afrodita arrojo cantos al vacío, caen surcando la cascada falsa y chocan contra la superficie del agua arrancándole lágrimas multicolores.
Contemplo a la gente desde allí. Una pareja está sentada en el mismo banco donde pensé que todo podría ir bien, que podría llevar una vida normal y feliz.
—Oiga, oiga –la voz de un obrero me devuelve a la realidad —. No debería estar aquí, esto está cerrado.
Me disculpo y trepo la valla por la que una hora antes me he encaramado. El trabajador, de tez morena y ojos grandes y oscuros, vestido de manera descuidada y desaliñada, y con un casco amarillo en la mano izquierda, me tiende amablemente su mano derecha para ayudarme a bajar.
—¿Qué hacía aquí? —pregunta con un acento extranjero que no acabo de identificar.
—Recordando —respondo —. Muchas gracias, no volverá a pasar.
Bajo los escalones de piedra gris contemplando la mañana, las vistas, la luz despertando a los monstruos de piedra, bañando el lago y sus barquitas blancas de líneas rojas; el parque cobrando vida.
La pareja del banco ahora está en el quiosco recién abierto, comprando dos cafés para llevar. Él paga y la agarra por la cintura mientras ella lleva los vasos de papel quejándose, sonriente, de cuánto queman; él la besa.
—Así debería ser —me digo a mí misma —, tu no puedes ser normal ni para eso.
Ya llevo cinco días sin ir a clase. Llamé diciendo que estaba enferma y nadie pareció dudarlo. Bernard y yo apenas nos hablamos: hola y adiós, ¿cómo estás?, atiende a ese cliente,… sólo eso. Tampoco he sabido nada de Tánit desde el martes pasado, aunque no es que le haya dado una oportunidad para hablarme.
Sigo caminando por las calles, sin rumbo, tengo todo un día por delante, horas que malgastar antes de aparecer por Babilonia como si todo fuera bien.
Durante un rato todo está tranquilo, en calma, pero al saludar el Sol desde lo alto, iluminando los altos edificios de la ciudad, robando destellos de cristal a sus ventanas, los turistas y visitantes toman cada centímetro de metrópolis, riendo, hablando, gastando,…
Compro un bocadillo en una Bocatta y lo como sin dejar de vagar, perdida por las viejas callejas con hedor a orín, sin ver los escaparates, sin observar qué ocurre a mi alrededor. Ya ni siquiera comemos juntos, últimamente él se queda en la librería y yo digo que comeré en el instituto.
Igual que la mañana había llegado se va, y la tarde, más oscura, más húmeda y gris, inunda cada rincón haciéndome sentir todavía más melancólica.
Empujo la puerta y escucho a la alegre campanilla japonesa: "¿Dónde has estado?" tintinea. No miro al frente, me muevo de forma mecánica, saludo con la cabeza a Bernard y entro en la trastienda. Dejo mi mochila en el suelo, un peso muerto, un bulto que sólo cargo como tapadera.
—Hola Astrid, ¿piensas decirme dónde pasas todos los días? —murmura Noa a mi espalda.
—Pensaba que no te habías dado cuenta —respondo —. ¿Por qué no se lo has dicho a Bernard? —pregunto.
—¿No es obvio? —se coloca a mi lado, hombro con hombro, susurrando hacia la pared —Ha ocurrido algo, no estoy seguro de qué, pero ya sabíamos que algún día pasaría, esta situación tenía que explotar tarde o temprano, ¿no, Astrid?
Me giro hacia él. Está muy serio, contempla la pared con ojos inexpresivos.
—Sé lo que sientes —explica —, por mucha rabia que me de soy consciente de ello, pero tienes que superarlo, no por mí, ni por Bernard, sino por ti misma —al fin frente a frente, su mirada gris es como una bofetada de cordura —. Es tu tío, no puede ser, por mucho que le quieras —bajo la cabeza, tiene razón, pero duele —. Deja de huir de tu propia vida y enfréntala, me costó mucho entenderlo, pero nadie lo hará por ti —apoyo mi mejilla contra su piel caliente, siento palpitar su yugular, “pom-po-pom, pom-po-pom” —. Yo estaré aquí, soy tu amigo, siempre que me necesites aquí me tendrás, pero tienes que volver a ser tu.
Asiento, las lágrimas empapan el cuello de su camiseta negra.
—Te quiero Noa —musito entre sollozos.
—Y yo a ti Astrid —responde abrazándome.