Miércoles, 19 de marzo de 2008
En Barcelona
El viento aúlla golpeándose contra los cristales. La piel de todo mi cuerpo siente cada fibra de la camiseta, mi vello erizado parece la pelusilla dorada de un bebé. Me cubro con una manta de lana azul y observo un árbol bailando frenético la danza del aire helado. Ha refrescado de un día para otro, como si el tiempo hubiera enfurecido, y la oscuridad se ha cernido sobre la ciudad. Los edificios grises han sido azulados todo el día, era como si llevara puestas unas gafas de cristales color añil.
Ha sido un día extraño, no triste, sino apagado. La gente paseaba por la calle, siguiendo sus rutinas, parándose distraídamente ante el escaparate de Babilonia, pero era como si a todos ellos les faltara la luz, la vida que ilumina sus ojos, como si estuvieran muy lejos de allí sus almas.
Cambiando de canal, tío Bernard, ve las procesiones que inundan las calles de otras ciudades y pueblos, contempla las hermosas fallas que ya habrán empezado a arder bajo llamas colosales, devoradas por demonios de fuego, o quizá ángeles. Aquí nada nuevo ocurre, ninguna virgen a picado a nuestra puerta, ni Cristo a salido a pasear cargando con su cruz, aquí ha sido un día más, sin pena ni gloria, gente trabajando, niños de vacaciones, y parados deseosos de que terminen.
Noa hoy me ha saludado, al menos algo sí ha sucedido. No me ha dicho gran cosa, sólo los buenos días y las buenas noches, pero es un paso adelante, o eso es lo que me esfuerzo por creer.
Tánit me llamó al mediodía desde el pueblo de su padre para preguntarme como llevaba la redacción de mi opinión personal para el trabajo, le he mentido, “muy bien” le he dicho, creo que se ha dado cuenta porqué ha preferido continuar la conversación hablándome de Noa. Voy a tener que presentarlos, quizá eso necesite Noa, otra chica en la que fijar sus preocupaciones, una chica mejor, más normal.
Las cartas reposan empaquetadas en su funda de seda granate sobre mi mesilla de noche, las ramas del árbol se inclinan tanto que casi parece que quieran romper la ventana y llevárselas con él.
— ¡Pues llévatelas! —grito.
— ¿Has dicho algo Astrid? —pregunta tío Bernard desde el salón al oír mi voz en grito.
—No —respondo asomándome —, sólo hablaba conmigo misma.
Sonríe y vuelve a las imágenes de la sociedad, apretadas y encasilladas dentro de esa caja cuadrada y vacía de sentimiento real.
Recuerdo las palabras de la señora Valette y siento que mi pecho se hincha nervioso con sentimientos encontrados. Tengo miedo por saber, pero también deseo conocer todo aquello que me ha sido vetado durante todos estos años. Ella asegura que mejoraré, y espero así entender por qué él me dejo, cuáles eran sus motivos, porque si no hubiera tenido motivos no se habría marchado, ¿verdad?
El viento sigue aullando, casi oigo palabras en sus lamentos, “Astrid, Aaaastriiid,..” me parece escuchar. Un rostro me observa desde el exterior de la ventana, un rostro extraño pero a la vez conocido, el rostro de una mujer, una mujer castaña de grandes ojos azules. Asustada retrocedo y me golpeo contra la pared de mi habitación. “Aaaastriiiid…” sigue susurrando el viento, pero ya no es el viento, el sonido sale de los labios de esa mujer. Empiezo a temblar, encogiéndome en un ovillo. Las manos pálidas y delgadas de la ninfa atraviesan la ventana, sus cabellos ondean dentro de la habitación como si el aire aún los acompañara. “Aaaastriiid…”, las lágrimas ruedan por mis mejillas, siento su sabor salado en mi boca, algunas abren caminos por mi cuello. Ella se acerca, sin pasos, sin tocar el suelo, sólo se acerca, vaporosa, pálida, azul como la fría luz del día marchito, y cuando llega hasta mí alarga sus dedos fantasmales, los alarga y me toca. Trato de alejarme de ella, pero yo no puedo atravesar los muros, sus dedos me acarician. “Aaaastriiid…”, no entiendo, no me daña, sus manos son frías como el hielo, pero no su voz. La miro fijamente, sus ojos me sonríen, así también su gesto, y algo musita, algo que no entiendo, pues se evapora en el aire como un suspiro cuando tío Bernard entra en la habitación.
— ¿Quieres cenar algo? —pregunta sin haberse percatado todavía de que estoy tiritando y llorando encogida contra la pared.