Martes, 18 de marzo de 2008En Barcelona
—Diga, ¿quién es? —pregunta la voz de la señora Valette a través del interfono. —Soy yo, Astrid. He venido a ver como está y a traerle unos libros.
Un zumbido mecánico me indica que puedo pasar. Subo los escalones que quedan al fondo de la gran sala sin ascensor. Poso mis pies en ellos, uno a uno, estudiando sus imperfecciones, todos de piedra, pero cada uno con alguna impureza que lo hace distinto del resto. La fachada del edificio me había engañado, la han restaurado hace poco y al entrar tienes la sensación de estar viajando en el tiempo. Me dedico a contemplar los distintos felpudos piso por piso, puerta por puerta: un gatito sonriente, un “welcome”, un Sol rojo,… El atardecer se cuela por las ventanas, tiñendo de rojo y violeta las viejas paredes del edificio surcadas por arrugas agrietadas en su piel vainilla. Finalmente llego al tercer piso. La señora Valette me espera en la entrada, la luz ilumina su rostro pálido y ojeroso, está más delgada y parece cansada.
—Hola mi vida, que alegría —me da dos besos contenta al verme.
Me hace pasar. La casa está completamente en penumbra.
— ¿Te apetece un té? —pregunta en susurros.
—Sí -respondo algo incómoda con la oscuridad —, he traído unas pastas.
Entramos en la cocina, grande pero estrecha, y enciende la luz de la campana para poder ver al calentar el agua.
—Señora Valette, ¿por qué está a oscuras? —pregunto sin poder reprimirme.
—Coloca las pastas en un platito, allí, en ese cajón —me indica el mueble blanco al lado del microondas —. Llevo unos días con jaqueca y no puedo soportar la luz —explica.
—Lo siento, si quiere me voy, no quiero molestarla.
—No cariño, no —me coge del brazo, reteniéndome, casi suplicante —. No sabes lo feliz que me ha hecho que vinieras.
Cojo un plato color hueso con flores doradas y coloco las pastitas en forma de flor, pétalos de almendra y chocolate. La tetera silva al hervir el agua y la señora Valette la retira del fuego llenando una teterita de cerámica que tapa con cuidado.
—Ya lo llevo yo —digo al ver que coloca en una pequeña bandeja plateada dos tazas a juego con la tetera y el platito de pastas.
Sonríe sirviendo el té y guiándome hasta el comedor.
A un lado del lúgubre salón una mesa circular de roble barnizado nos está esperando con un mantelito blanco de puntilla decorándola que parece hacerla resplandecer en la negrura.
—Siéntate —me indica encendiendo unas velas que coloca sobre la mesa —. Bueno, ¿y por qué has venido?
Muerde una galletita y se relame golosa sus finos labios.
—A ver como estaba. Hacía días que no se pasaba por Babilonia y temía que pensara que estoy enfadada —Sus vivos y brillantes ojos verdes me observan —. También le he traído unos libros —digo sacándolos de mi bolso y dejándolos junto a su taza de té; no sé porqué razón me siento cohibida —. Son las antologías poéticas que pidió.
Asiente complacida y los hojea distraídamente. De vez en cuando dirige sus dedos a su sien derecha y la masajea en círculos frunciendo el ceño.
—Yo… —Una ramita de té da vueltas y vueltas, girando en un torbellino de aguas embravecidas —No dejo de tener visiones, estoy preocupada.
Al fin se interesa por mí, eleva la mirada y deja los libros. Siento que mi corazón acelera y mi estómago se encoje, estoy nerviosa, más de lo que debería, conozco a la señora Valette, pero algo me hace estar intranquila en este ambiente cargado y oscuro.
—Nadie te habló nunca de tus dones, ¿verdad? —pregunta conocedora de la respuesta —. Conocí a tu padre cuando era un niño, era un chico muy especial, guardaba dentro un horrible secreto, algo que no compartía con nadie y que le corroía las entrañas. Tu padre sufrió mucho, no sé el qué, pero sí sé que fue terrible, y esa experiencia le abrió a un mundo que le asustaba casi hasta enloquecer. Si no hubiera tenido el apoyo incondicional de tu tío no habría sobrevivido —da un sorbo al té, lo saborea, se aclara la voz y continúa —. Tú también viviste algo horrible mi niña, y eso ha hecho que la sensibilidad que ya había en ti despertara de forma grotesca.
—Pero el otro día sentí que estaba allí, estaba en el pasado… y después vi mi cuerpo, desde arriba… sentí mucho dolor, creía que mi cabeza iba a partirse en dos y… esas cosas me ocurren más al tirar las cartas —no soy capaz de levantar la mirada de mi taza, me siento mal, como si la acusara de lo que me ocurre.
—Es normal —responde ella. Sorprendida la miro con los ojos muy abiertos, ahora la sala parece más iluminada, ¿cómo puede decir tan tranquila que sus cartas me causan esos episodios? —. Cuando tiras las cartas abres las puertas de tu subconsciente, dejas que todo fluya y los recuerdos regresan a ti vívidamente; son cosas que bloqueaste —come otra galleta. Se obliga a detenerse de vez en cuando, como si las palabras resonaran demasiado y magullaran sus oídos, a pesar de que hablemos en susurros —. Cuando las cosas estén en su sitio, cuando te descubras a ti misma, el dolor cesará —explica.
—Pero no puedo aguantarlo… —mis manos empiezan a temblar derramando el té sobre el platito de porcelana.
—Tienes que aprender a controlarlo, a no temer tus dones —dice recogiendo mis manos entre las suyas, acariciándolas y calentándolas —. Yo te ayudaré, te enseñaré lo que sé, todo mejorará.
Salto de la silla y, de rodillas sobre el parqué, la abrazo por la cintura. Ella da un respingo, no sé si de dolor o sorpresa. Después acaricia mi pelo, relajándome. Su olor a violetas y naftalina me tranquiliza. Tararea una canción, como una nana, que me transporta a un lugar mejor, un lugar que recuerdo sin haberlo conocido.
Ahora sí creo que todo puede mejorar.