martes, 8 de julio de 2008

Astrid, capítulo 16: Uno más en la familia

Viernes, 7 de marzo de 2008

En Barcelona


Tomando nota de algunos pedidos observo a Noa ordenando libros y cargando cajas en el almacén. Lleva ya dos días con nosotros y no parece tener intención de hablar, tampoco de volver a su casa. Ayer no fue a clase y hoy sólo me ha acompañado hasta la puerta del instituto, está huyendo, lo sé, pero no quiere contarme de qué.

Después de besarme se acurrucó conmigo entre mis sábanas azules. Como si fuera un niño pequeño se quedó hecho un ovillo y apoyando su cabeza en mi pecho se durmió. Pasamos una noche agitada, no dejaba de tener pesadillas, sacudía sus brazos en el aire y lloriqueaba. Me pregunté, acariciando sus suaves cabellos castaños, tratando de calmarle, si yo también hacía eso cuando soñaba con mi padre. Finalmente me quedé dormida y no fue hasta la sacudida que no desperté.

— ¡Astrid!, ¿qué significa esto? —peguntó tío Bernard todavía legañoso, meneando mi brazo izquierdo como si fuera un fideo muy cocido.

— ¿El qué? —la verdad era que aún no me había situado y no recordaba lo ocurrido, en ningún momento intenté hacerme la tonta.

— ¿El qué? Astrid, te he dado muchas libertades, pero que Noa duerma en tu cama no es una de ellas, ¿qué narices pinta aquí? —su rostro estaba tan colorado que parecía resplandecer con luz propia, pero a pesar de su enfado hablaba en susurros intentando no despertar al durmiente que respiraba pausadamente junto a mí.

—Ha sido una fuerza mayor —le contesté. Su gesto se crispó, oí como sus dientes rechinaban, y sólo se me ocurrió una cosa: levanté la sábana. Al principio eso enfureció más a tío Bernard, pues vio que Noa iba sólo con pantalones, pero después se fijo en las magulladuras y cicatrices. Su cara volvió a la normalidad y, avergonzado, se dirigió arrastrando los pies hasta la cocina.

Sin hacer ruido, para no despertar a Noa, seguí a tío Bernard.

—Siento no haberte dicho nada, pero llegó muy tarde y estabas dormido.

Él no contestó. Casco tres huevos, los mezcló con sal y pimienta, echó aceite a la sartén y encendió el fuego.

—Por favor, perdóname, no pensé que fuera algo malo, estaba asustado, había estado llorando, ¿qué podía hacer? —cogí su brazo, deteniendo el batir del desayuno, sus músculos estaban tensos, también sus labios mostraban una extraña línea, ni seria, ni triste, ni alegre, no sabía qué estaba sintiendo.

—Prepara unas tostadas, Astrid —me pidió —. Aunque ayer el día terminara mal para Noa, hoy lo empezará bien. Y en la mesa hablaremos, ¿entendido?

Asentí sacando de la bolsa seis trozos de pan de molde y metiéndolo en la tostadora.

Una vez sentados los tres en la mesa tío Bernard llegó a un acuerdo con Noa, podía quedarse con nosotros siempre y cuando nadie viniera a por él y le ayudara en la tienda. Noa aceptó. No le reclamamos ninguna explicación y, desde entonces, está aquí, con nosotros.

Tío Bernard está más frío conmigo, apenas sonríe y creo que todo esto le ha traído malos recuerdos.

— ¡Noa! —alguien llama desde la entrada de Babilonia.

Una mujer castaña, de altura media y algo regordeta mira a mi amigo de manera recriminadora. Al verla, Noa, se oculta de nuevo en la trastienda.

— ¡Noa, ven aquí ahora mismo! Maldito crío, dos días me has tenido buscándote —vocifera la mujer cada vez más molesta.

—Perdone —la detiene tío Bernard con una amplia y cálida sonrisa —, ¿deseaba lago?

— ¡¿Qué si deseo algo!? —exclama la mujer que cada vez se parece más a un pimiento malhumorado — ¿Quién se cree usted para tener a mi hijo aquí trabajando? ¿Acaso es usted quién le ha escondido estos días? —Tío Bernard no cambia un ápice su sonrisa —Deje de mirarme así, ¿pero quién se cree que es? ¡Pienso denunciarle! —grita acalorada.

— ¡No, no! —Noa sale corriendo en defensa de tío Bernard —Por favor mamá, no lo hagas, él sólo me estaba ayudando porqué soy amigo de su sobrina, no tiene la culpa, volveré a casa —sus ojos no la miran a la cara, ella tampoco puede mirar a su hijo a los ojos.

Tío Bernard aparta a Noa de su madre interponiendo su brazo entre los dos.

—Denúncieme —dice —. Noa se quedará en mi casa mientras lo necesite, y si usted lo desea, denúncieme.

La mujer aprieta los puños por la rabia, mira a su hijo con asco y después a mi tío con odio.

— ¡Muy bien, quédeselo! —Su voz ha llegado a ser tan aguda que parece la una de esas ardillas de dibujos animados —Pronto querrá deshacerse de este inútil —con paso torpe, contoneando su gran culo en forma de inmenso corazón azul marino, se dirige a la salida. De repente se gira, bruscamente —. Pero tú, chico -dice con una mueca de repugnancia en su pequeña boca sonrojada —, si te quedas con este hombre ni se te ocurra volver.

La campanilla japonesa termina con la discusión. Tío Bernard revuelve juguetón los cabellos de Noa, parece como si se hubiera liberado de sus fantasmas.

—Bueno, me parece que tendré que comprar cena para tres. Astrid, quedas al mando.