jueves, 20 de marzo de 2008

Astrid, capítulo 3: A salvo

Lunes, 18 de Febrero de 2008
En Barcelona

Toda la mañana ha sido gris. Grandes nubarrones ocultan el sol y la humedad hace que el frío, intermitente y repentino, se cuele bajo la ropa hasta calar los huesos.
— ¡Eres un monstruo! ¡Bicho raro! ¿¡Por qué no te vas a Francia con tu madre?! —resuena en mi cabeza.
No les gusté desde un principio, no suelo agradar a los chicos de mi edad, pero en este caso están también los padres y los profesores, cotillean sobre la vida privada de sus alumnos, especialmente de los nuevos llegados en extrañas circunstancias, son historias jugosas, y sus hijos, como esponjas, absorben todos sus prejuicios; yo los pago.
Saco la pequeña llave plateada del bolsillo de mi tejano y la introduzco, sintiendo el crujido que hace el mecanismo, como un rompecabezas de metal. Tío Bernard no está en casa, la llave ha dado tres vueltas antes de abrir. Me duele la cabeza y ahora, además, tendré que hacerme la comida o no llegaré a la primera clase de la tarde.
Al entrar, no alcanzo a posar la mochila, la cual hace que mis brazos hormigueen por el peso, cuando, paralizada en el salón, junto al umbral de la cocina, me quedo observando el final del pasillo que da a las dos habitaciones y al baño. De pronto, mi piel se eriza y mi estómago da un salto, como si descendiera la gran rampa de una montaña rusa, revuelta estoy apunto de devolver el almuerzo sobre la alfombra desgastada del salón. Allí, de pie, sin pies, un reflejo oscuro de vida, una pantomima de persona, permanece inmóvil. Trato de llegar a la puerta de salida cuando lo que asemejan un par de ojos negros, enloquecidos, rabiosos, llenos de deseo malsano, me localizan. Las lágrimas ruedan incontenibles por mis mejillas y, aterrorizada, salgo corriendo del piso, dando un portazo, sin asegurar la puerta, sin mirar atrás.
Al llegar a la tienda de tío Bernard, dos manzanas más allá, estoy empapada en sudor frío, los ojos me arden y me martillean las sienes. Empujo la puerta de madera y vidrio verde botella que da al interior de la vieja librería, la campanilla japonesa de cerámica resuena en la sala desierta. Miro cada esquina, tras el mostrador, el piso de arriba también está vacío, no hay nadie, tío Bernard debe estar en la trastienda haciendo inventario.
Me asomo a la oscura habitación donde guarda cajas llenas de libros extraños, copias de antiguos volúmenes demasiado valiosos como para dejarlos a manos de curiosos, y algunos estantes repletos de tomos por si los que hay de cara al público se terminan, cosa que no ocurre con frecuencia. Iluminado por la luz titilante y naranja de una bombilla apunto de fundirse, tío Bernard habla por teléfono.
—Sí, ése es, exacto, bilingüe y con ilustraciones, que bien me conoces Ernesto —profiere una sonora carcajada —. Eso espero, creo que le irá bien, necesita una alegría —se rasca la barba pelirroja que ya empieza a tener cuerpo —.Bien, entonces esperaré tu llamada.
Cuelga el teléfono y, satisfecho, sacude el polvo imaginario, por un trabajo bien hecho, de su jersey de punto gris. Cuando me localiza, observándole, agazapada como un animalillo indefenso y asustado, aún temblando, sus orejas se ponen coloradas, casi parecen resplandecer.
—Estaba confirmando unos pedidos de Sevilla —dice excusándose, pero no es necesario, no me importa que no haya llegado a casa a tiempo para hacer la comida, ni que vuelva a estar solo en la tienda tras la hora de cierre, sólo necesito encontrar un lugar seguro.
La mochila hace un ruido seco al caer al suelo de madera, mis pasos suenan como chapoteaos rápidos y rítmicos, y de repente ya me siento bien.
— ¿Qué ha ocurrido Astrid? —pregunta tío Bernard al hallarse apresado por mis brazos — ¿Estás bien?
—Ahora sí —respondo acomodando mi cabeza contra su pecho.
Respiro profundamente el olor a naftalina de su jersey y cierro los ojos. Estoy a salvo.