sábado, 30 de agosto de 2008

Astrid, capítulo 20: Toda una mujer

Miércoles, 12 de marzo de 2008

En Barcelona


Cargando con la mochila repleta de libros, la mayoría de los cuales no llegaremos a leer en clase, retorcida, cansada, casi chepuda, con la sensación de no haberme duchado en dos días, y con el maldito dolor de pechos que últimamente me atormenta, salgo por la puerta del instituto.

Noa ha vuelto, pero no habla conmigo, creo que piensa que sigo enfadada y quiere respetar mi espacio, pero este silencio es absurdo, sobretodo teniendo en cuenta que vamos al mismo instituto y por las tardes trabaja en la tienda de mi tío. ¿Estamos juntos? ¿Es mi ex? ¿O debería considerarle un familiar? Esto es agobiante y no quiero pensar en ello.

Giro la esquina y acelero para llegar a casa, quiero lavarme la cara, quiero beber agua fresca y cepillarme el pelo que, por corto que sea, no deja de enredarse.

Oigo los pasos de Noa tras de mí, él también aprieta el paso, quiere alcanzarme; yo echo a correr.

—¡¿Seré cría!? —me recrimino farfullando —. No puedo creer que sea tan cobarde, que huya de esta manera.

Sus pasos son más lejanos y pausados, parece haber comprendido que necesito mantener las distancias, al menos por ahora.

Al pasar junto a Babilonia escucho la campanilla japonesa recibiéndole con las buenas tardes. Yo continúo sola.

Llego al piso que ahora vuelvo a compartir sólo con tío Bernard y mis pesadillas. Dejo la pesada mochila sobre una butaca y tiro mi chaqueta sobre el sofá. Me arrastro hasta el baño y me lavo la cara, con jabón. Me bajo los pantalones y las bragas y me siento en el váter. Alargo el brazo y alcanzo el cepillo, empiezo a desenredarme el pelo cuando la veo. Una mancha circular de un rojo oscuro ensombreciendo mis infantiles e inocentes braguitas de la gatita Kitty. Dejo el cepillo y me tapo la cara. Así que era esto: las nauseas, el dolor de vientre y pechos, que ya casi no pueda abrocharme los pantalones y necesite un sujetador; todo se debe a esto.

— ¿No crees que estás dramatizando un poco? —me digo a mi misma en voz alta.

Me levanto y cubro las pobres braguitas con unos trozos de papel para no empeorar la situación. Cojo el teléfono y marco de memoria.

— ¿Si? Librería Babilonia, ¿en que puedo ayudarle?

Es la voz de Noa. Ahora no, por favor.

— ¿Puede ponerse Bernard? —le suelto.

— ¡Oh! Astrid —responde sorprendido —. Mira, yo…

—Noa, no, déjalo, dile a Bernard que se ponga.

No se opone, no dice nada, pero imagino su cara, entre triste y enfadado.

— ¿Qué ocurre Astrid? ¿Estás bien? —tío Bernard suena realmente preocupado.

—No, no es nada malo —le tranquilizo.

— ¿Y qué ocurre entonces? —pregunta molesto; seguramente estaba con un cliente.

—Yo… —digo —es que necesito que me compres algo.

—Astrid, ¿no puedes ir tú? Estoy trabajando —responde algo cansado.

—Acaba de venirme —explico avergonzada.

— ¿Qué?

—Que acaba de bajarme la regla —silencio al otro lado. Parece cierta la reacción que algunas de mis compañeras comentaban en los vestuarios: los hombres se paralizan ante esa palabra — ¿Podrías ir a comprarme unas compresas? Siento molestarte, pero no puedo bajar así.

Tío Bernard ha enmudecido. Cuelga dando un fuerte telefonazo.

No sé qué hacer: ¿me cambio de ropa? ¿Me siento en el sofá? ¿Me acuesto? La verdad es que estoy algo mareada… Entre cavilaciones y chorradas que me pasan por la cabeza oigo la puerta y tío Bernard aparece sudado y enrojecido.

—Yo no… —dice intentando recuperar el aliento —no sabía que traerte, así que lo he comprado todo.

Vacía dos bolsas de la farmacia más cercana sobre el sofá y al ver tantos paquetes de compresas: de noche, finas, con alas, sin alas,… las cajas de tampones de distintos grosores, los salvaslips para braguitas normales y tanga, y dos cajas de analgésicos, no puedo evitar echarme a reír.

— ¿Algo está mal? —pregunta angustiado bebiendo un gran baso de agua.

—No, tranquilo, todo está bien. Sólo que no tendré que preocuparme por volver a comprar estas cosas hasta los veinte.

Él también se echa a reír.

— ¿Y dónde lo celebramos? —suelta alegre.

— ¿Cómo? — ¿pero qué quiere celebrar? ¿Qué haya cinco tipos de tampones diferentes, incluso unos con perfume?

—Ya eres toda una mujer. Este es un cambio importante para una chica —sonriente pone su mano sudada en mi hombro. Un gesto de asco se me escapa, por suerte no lo ve.

—Con que me lleves a comprar ropa nueva me conformo —le respondo.

Me contempla.

—Lo siento —dice. Se sonroja —. No soy muy bueno haciendo el papel de padre, ¿verdad? — ¿Padre? ¿Eso piensa qué es? —No me había fijado en que no tienes mucho que ponerte y que, obviamente, todo te va enano.

Cojo un paquete de compresas y le sonrío.

—Lo haces bastante bien.

—Mañana de compras —promete —. Noa ya es mayorcito para ocuparse de la tienda unas horas.

Asiento. Me gusta la idea de recuperarle. Al fin una tarde él y yo a solas de verdad.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Entrevista en “El Norte de Castilla”

Buenos días a todos,

Me disculpo por mi silencio, pero entre las vacaciones y el trabajo acumulado no puedo ni conectarme.

Como ya os comenté, la presentación de Saldaña fue muy bien y me hicieron una entrevista, salió el sábado pasado en el diario El Norte de Castilla y aquí os pongo el enlace para que podáis visitarla. Por cierto, disculpad la foto…

http://www.nortecastilla.es/20080816/palencia/intento-novela-tratar-sufrimiento-20080816.html

Un abrazo y disfrutad de lo que queda de verano,

Isi

Astrid, capítulo 19: Adiós Noa

Martes, 11 de marzo de 2008

En Barcelona


Noa se ha ido después de comer y no ha vuelto hasta la cena.

Oigo la llave girar haciendo gruñir al mecanismo de la cerradura. Tío Bernard está en casa, así que tiene que ser él. Salto de la cama y salgo al pasillo a tiempo de verle entrar con una carita tristona y larga. No se ha dado cuenta de que estoy allí, observándole. De la anilla de su llavero de Cloud de Final Fantasy Advent Children quita la llave que tío Bernard le dio para que pudiera entrar y salir cuando quisiera.

Corro hacia él, actuando, como si no me hubiera dado cuenta, y le abrazo.

¿Qué tal te ha ido? pregunto.

No se atreve a devolverme la mirada, oculta algo que sabe me va a enfadar.

Necesito deciros algo, a los dos contesta.

Pico con mis nudillos desnudos al vidrio acuoso de la puerta del baño, tío Bernard abre enfundado en una toalla.

¿Qué ocurre? me pregunta extrañado.

Noa ha vuelto doy como única respuesta.

Ayer Noa decidió explicárselo todo a tío Bernard y éste, como yo, le recomendó hablar con su madre.

Sentados, uno al lado del otro en el sofá marrón del salón, contemplamos ansiosos a Noa que, frente al televisor, al otro lado de la mesita del café, se prepara para narrarnos lo ocurrido.

Me voy dice dejando la pequeña llave plateada sobre la mesita. No puedo reprimir mi disgusto y clavo las uñas de mi mano derecha en la palma de la izquierda; tío Bernard no se inmuta –. Habéis sido muy buenos conmigo, nunca lo olvidaré, yo… sois como mi familia, pero mi madre me necesita –Parece triste –. Se lo he contado todo y lo ha entendido –apoya la frente en su mano izquierda, como si las ideas le pesaran demasiado –. Mi padre ha vuelto a ser ingresado, pero esta vez no saldrá hasta que no esté bien. Ahora mi madre se siente una traidora, hacia mi padre, hacia mí,… está sola y me necesita. Así que he de irme.

El silencio se come los crujidos de las paredes, el rugido de las tuberías al tragar el agua de la bañera del vecino.

Lo comprendo dice tío Bernard —. Espero que todo os vaya bien ahora. Pero recuerda que aquí siempre serás bienvenido y que si necesitas algo somos tu familia.

Noa se frota los ojos, emocionado, no llorará delante de tío Bernard. Yo no digo nada, creo que aquí mis deseos egoístas sobran.

Bernard escupe Noa; casi parece que su voz le haya traicionado.

¿Si? pregunta él sorprendido.

Me gustaría seguir trabajando en Babilonia. En unos días cumplo los 17 y…

Dalo por hecho tío Bernard le da un golpecito amistoso en la espalda, sonriente —. Siempre y cuando nos invites a pastel el día de tu cumpleaños ríe.

Ambos parecen haberse despedido ya, tío Bernard vuelve a lo suyo. El hielo ártico de los ojos de Noa se cruza con el azul de los míos.

¿Te quedarás a cenar? pregunto.

Lo siento Astrid, prometí a mamá que volvería se acerca a mí e intenta besarme, inconscientemente giro la cara, estoy dolida —. Buenas noches Astrid.

—Adiós Noa —respondo secamente. El retumbar de la puerta sólo es acompañado por el agua de la pica del baño —. Te echaré de menos —confieso a la soledad que me envuelve.

martes, 5 de agosto de 2008

Casa de Títeres y El Kraken

Otra buena noticia para endulzar la noche,

La revista literaria de Internet, El Kraken, ha añadido Casa de Títeres en su ránquing, además de una reseña en catalán y otra en castellano de la misma. Aquí os dejo los links por si quisierais visitarla.

http://www.elkraken.com/Esp/Llistat%20per%20autor-esp.htm

http://www.elkraken.com/Ressenyes_Cat/C/R-Casa_de_titeres.html

http://www.elkraken.com/Esp/C-esp/R-Casa_de_titeres-esp.html

Presentación en La Casona de Saldaña

Buenas noches a todos,

Gracias por todos vuestros mensajes deseándome unas buenas vacaciones, espero que vosotros también las disfrutéis.

La presentación en Saldaña fue francamente bien. Fueron más de 60 personas y se vendieron más de 50 ejemplares de la segunda edición, además de los que aparecieron con algunos de la primera.

Además del acontecimiento en sí, una periodista me entrevistó y el artículo aparecerá esta semana en el diario El Norte de Castilla, en las primeras páginas, en la columna “En 3 minutos”.

Aquí os dejo algunas fotos.





Un abrazo muy fuerte,

Isi

Astrid, capítulo 18: Maldición del padre, condena del hijo

Lunes, 10 de marzo de 2008

En Barcelona


Un gran nubarrón gris adormece la ciudad. Al fondo, sobre el mar, puedo ver una cortina blancuzca que cubre el horizonte. Quizá la lluvia llegue hasta aquí.

Miro nuestros pies peligrosamente asomados al vacío. Abajo, muy abajo, queda la calle. En el terrado todos los problemas parecen más pequeños; espero que Noa piense igual.

— ¿Y qué es lo que le pasa a tu padre? —pregunto.

Aprieta su cuerpo contra el mío, el viento sopla con fuerza y traspasa la ropa helando nuestros huesos, mi chaqueta de lana y su sudadera poco sirven de abrigo.

Esquizofrenia paranoide —responde contemplando el movimiento oscilante de una palmera que, desde donde estamos, parece extrañamente cercana —. Antes era normal, ¿sabes? Cuando mi abuela vivía todos salíamos a pasear la mañana del sábado y tapeábamos en uno de los bares del barrio —se frota el brazo izquierdo, el que queda lejos de mí, después lo aprieta con fuerza —. Cuando ella murió él cambió. Siempre estaba asustado. Empezó a levantarse por las noches, a hablar solo,… mamá le encontró varias veces acurrucado en un rincón del baño lloriqueando como un niño —Siento un escalofrío que eriza el pelo de mi nuca —. Entonces comenzó a beber, decía que acallaba las voces, pero no era verdad. Se volvió violento. Empezó a pegar a mamá, un día casi la asfixió con sus propias manos. Fue entonces cuando le ingresaron —traga saliva —. Pero no tardó mucho en salir. Con la medicación adecuada y sin alcohol en sangre casi volvía a ser el mismo de antes —Noa se detiene y respira profundamente por la nariz; esto le duele. Le cojo las manos y mi gesto parece darle valentía —. No tomaba las píldoras, volvió a la bebida, mamá no podía hacer nada, estaba aterrada, temía por su vida y, además, en los momentos de calma, seguía siendo su marido. El primer día que me pegó dijo que se lo habían ordenado. Decía que era un mal chico, que había algo horrible en mí y que debía doblegarlo. Después ya no necesitó excusas —sus ojos enrojecidos apenas pueden permanecer abiertos, se esfuerza por conservar la compostura —. Sé que debéis pensar que mi madre es una mala persona, pero sólo está asustada, sólo quería advertiros. Siempre que veía a mi padre pegándome ella se ponía en medio, pero yo no podía soportarlo, así que empecé a insultarla para que no se acercara, fingí que realmente había algo monstruoso en mí, que me pasaba lo mismo que a mi padre —sin poder contener su tristeza, su rabia e impotencia, Noa suelta mis manos y se tapa la cara —. Ahora me odia, me odia por todo lo que le he dicho, pero yo sólo quería protegerla.

Las lágrimas dibujan surcos salados en sus mejillas. Beso un camino, sello el otro con mis labios. Sus ojos del mismo color que la mañana lluviosa me demuestran que en ellos sí hay amor, no como en los de su padre.

— ¿Por qué no se lo cuentas todo? —le pregunto.

Nuestras bocas se unen, son un mismo palpitar, un mismo grito: ¡¿Por qué tenemos que cargar con la maldición de nuestros padres!?