@IsabelDlRio / @miransaya

martes, 22 de julio de 2008

Vacaciones, presentación en Salaña y 2ª Edición de "Casa de Títeres"

Buenas tardes a todos,

Escribo este mensaje para daros un par de noticias.

Una es que me voy de vacaciones y después a la presentación que tendrá lugar el día 2 de agosto en Saldaña, así que hasta dentro de un par de semanitas no volveré por aquí. Para cualquier cosa me mandáis un mensaje y en cuanto vuelva os respondo.

La segunda es que ya ha salido la 2ª Edición de Casa de Títeres, de la cual tengo un ejemplar en las manos. Ahora mismo sólo puede encontrarse en Gigamesh y en la presentación que daré el día 2 de Agosto, pero como siempre, si queréis uno, sólo tenéis que contactar con la editorial (info@grup-senar.com), enviarme un mail a mi o esperar a que llegue a las tiendas.

Un abrazo a todos,

Isi

jueves, 17 de julio de 2008

Astrid, capítulo 17: Botas negras

Domingo, 9 de marzo de 2008

En Barcelona


Desde que Noa se ha “instalado provisionalmente” con nosotros añoro los días en que sólo éramos tío Bernard y yo; ya dicen que aprecias las cosas cuando se han ido.

Ya son las siete de la tarde, el cielo está completamente negro y algunas de las callejas que me llevan a casa parecen pozos que me devoran obligándome a apretar el paso. Me pregunto por qué algunas calles de la ciudad aparentan estar olvidadas.

Tío Bernard ha ido este mediodía a votar y después, a pesar de ser domingo, se ha pasado la tarde intentado hacer cuadrar unas cuentas.

—Chicos, ¿podéis acercaros a un 24 h y comprar papel para el baño? —preguntó tío Bernard hace unos veinte minutos.

—Yo iría, pero todavía no he terminado un trabajo y tengo que entregarlo mañana —dijo Noa.

Poniendo los ojos en blanco me encasqueté en mi chaqueta roja de lana, me puse las zapatillas, cogí un billete de la pipa de porcelana de la cocina y abrí la puerta de la calle.

—Trae también huevos y agua mineral, por favor —escuché justo al salir.

Desde que hay dos hombres en la casa parece que todo se termina antes, especialmente la comida.

Cargando con media docena de huevos, un paquete grande de papel de váter y una garrafa de 5l de agua, sudo la gota gorda para llegar a casa y, en las malditas calles oscuras, siento que el peso me ancla en esta nocturnidad espesa que alarga sus garras tratando de retenerme.

Plik, cric, cric,…

Hacía dos manzanas que sentía que algo andaba tras de mí, pero ante mis miedos prefería no hacer mucho caso.

Creck, creck,…

Pero el miedo no da patadas a las piedrecitas ni pisa hojas secas.

Acelerando veo una farola encendida cerca. Al llegar al círculo de luz protectora me siento mejor. Unas botas asoman de las tinieblas, se detienen. “Eso” es peor que mis temores, no estoy a salvo de “eso” por mucha luz que me rodee.

La noche parece fría, pero la humedad hace que mi camiseta se empape con rapidez. La bolsa de plástico tira de mi muñeca y la garrafa parece pesar cada vez más; siento mis dedos doloridos. Oigo pasos tras de mí. No me detengo. Ya vislumbro mi portal. Trato de ir más rápido, pero la puerta metálica de mi edificio no se acerca.

— ¡Por qué! —Pienso — ¡Déjame llegar!

Saco las llaves del bolsillo con un esfuerzo sobrehumano, al incrustarlas en la cerradura creo que mi brazo izquierdo va a ceder por el peso.

¡POM! A salvo. A salvo. A salvo.

Subo los dos escalones que llegan al piso de tío Bernard, abro la puerta y la cierro con fuerza.

—Astrid, ¿pasa algo? —pregunta tío Bernard mirándome desde el sofá con sus gafas de pasta negra enmarcándole los ojos.

—Nada, nada —respondo. El mal ha quedado fuera, en la noche —. Tranquilo.

Lo dejo todo en el suelo de la cocina y abro la nevera para guardar los huevos.

¡Ding-dong! El timbre de la puerta. El sofá cruje. Tío Bernard gira el pomo y la abre. Un golpe seco le hace recular. Un filo brilla bajo la luz del salón. Tío Bernard lo esquiva de milagro, consigue asir la muñeca de su agresor y retorcerle el brazo tras su espalda. El peso del hombre fornido que ha irrumpido en la seguridad de mi nuevo hogar hace retumbar sus muros. Tío Bernard retuerce más su muñeca, su brazo. El asaltante grita de dolor, la navaja chilla contra el suelo. Sus botas… son las mismas, yo le he conducido hasta casa. Tío Bernard patea el cuchillo que va a parar bajo una de las butacas.

— ¡Astrid! —No deja de apretar a su atacante contra la pared — ¡Llama a la policía! ¡¡Rápido!!

Cojo el teléfono y marco el número que indica la pegatina bajo el auricular. Noa me quita el aparato y cuelga.

— ¡¿Qué haces!? —grito.

—No, por favor —suplica tristemente mirando al hombre grande y de aspecto desaliñado que ya no pelea por escapar de la llave de tío Bernard —. No llaméis a la policía. Es mi padre.

— ¡¿Pero qué dices!? —Le empujo y recupero el teléfono — ¡Podría haber herido a Bernard! ¡Podría haberle matado! –vuelvo a marcar el número.

—No volverá a hacerlo, por favor, se irá, no volverá a hacerlo. Llamaré a casa, lo prometo —Noa agarra mi brazo, pero no me impide seguir marcando.

—Astrid, trae unas bridas.

Tío Bernard ata las manos del padre de Noa y cogiendo la navaja la deja sobre el mármol de la cocina.

—Llama —ordena a Noa.

—Mamá —silencio —. Por favor mamá, papá está aquí —la voz estridente de la madre de Noa suena desde el otro lado —. No, nadie está herido. Sí, esperaremos —cuelga.

— ¿Qué ha dicho? —pregunto.

—Le vendrán a buscar —responde.

Pasamos media hora en silencio. Yo observo las botas negras desde la butaca más lejana. Noa permanece en pie junto al marco del pasillo. Tío Bernard prepara unos bocadillos de queso para cenar. No toco el mío.

Finalmente suena la puerta. Tío Bernard abre.

— ¡¿Pero qué le ha hecho!? —Pregunta la madre de Noa abriéndose paso hasta su marido — ¿Te ha hecho daño Pedro? —sus manos tiemblan al tocarle, su voz pierde fuerza. Él la mira con el ceño fruncido, con una sonrisa macabra en los labios.

— ¿Es aquí señora? —preguntan dos hombres de blanco.

Estudian las ataduras y le obligan a levantarse. El padre mira a su hijo; no hay amor, no existe agradecimiento en sus ojos. Los hombres de blanco lo sacan a rastras. La mujer los sigue.

—Un momento —dice tío Bernard tendiéndole el filo —. No sé que ocurre aquí, pero si su marido o usted vuelven a acercarse a mi casa, a la tienda, a Astrid o a Noa, no seré tan indulgente —Ella mira la navaja y se estremece —. Debería dar las gracias a su hijo, si no fuera por él su marido estaría metido entre rejas.

La madre de Noa le mira, descarada, a los ojos.

— ¿Ahí es dónde cree que debería estar? —Pregunta con cierto tono de ironía —Está enfermo, como lo estuvo su padre, y el padre de éste antes que él. La prisión no serviría de nada —observa a su hijo con desprecio —. Sigue escondiéndote aquí, pero algún día volverás, ya verás. Eres cómo él, exactamente igual, y cuando te ocurra, ¿crees que ellos cuidarán de ti? –Se ríe ruidosamente —Te mandarán a prisión, ya le has oído.

Las luces de la ambulancia se alejan en la noche. Tío Bernard no dice nada. Lleva los platos a la cocina y oigo el agua correr. Noa se derrumba silencioso y abatido en el sofá. Yo prefiero guarecerme en mi habitación. Cierro la puerta y mi vista cae sobre el paquete morado.

—Mejor hoy no —me digo a mí misma.

martes, 8 de julio de 2008

Astrid, capítulo 16: Uno más en la familia

Viernes, 7 de marzo de 2008

En Barcelona


Tomando nota de algunos pedidos observo a Noa ordenando libros y cargando cajas en el almacén. Lleva ya dos días con nosotros y no parece tener intención de hablar, tampoco de volver a su casa. Ayer no fue a clase y hoy sólo me ha acompañado hasta la puerta del instituto, está huyendo, lo sé, pero no quiere contarme de qué.

Después de besarme se acurrucó conmigo entre mis sábanas azules. Como si fuera un niño pequeño se quedó hecho un ovillo y apoyando su cabeza en mi pecho se durmió. Pasamos una noche agitada, no dejaba de tener pesadillas, sacudía sus brazos en el aire y lloriqueaba. Me pregunté, acariciando sus suaves cabellos castaños, tratando de calmarle, si yo también hacía eso cuando soñaba con mi padre. Finalmente me quedé dormida y no fue hasta la sacudida que no desperté.

— ¡Astrid!, ¿qué significa esto? —peguntó tío Bernard todavía legañoso, meneando mi brazo izquierdo como si fuera un fideo muy cocido.

— ¿El qué? —la verdad era que aún no me había situado y no recordaba lo ocurrido, en ningún momento intenté hacerme la tonta.

— ¿El qué? Astrid, te he dado muchas libertades, pero que Noa duerma en tu cama no es una de ellas, ¿qué narices pinta aquí? —su rostro estaba tan colorado que parecía resplandecer con luz propia, pero a pesar de su enfado hablaba en susurros intentando no despertar al durmiente que respiraba pausadamente junto a mí.

—Ha sido una fuerza mayor —le contesté. Su gesto se crispó, oí como sus dientes rechinaban, y sólo se me ocurrió una cosa: levanté la sábana. Al principio eso enfureció más a tío Bernard, pues vio que Noa iba sólo con pantalones, pero después se fijo en las magulladuras y cicatrices. Su cara volvió a la normalidad y, avergonzado, se dirigió arrastrando los pies hasta la cocina.

Sin hacer ruido, para no despertar a Noa, seguí a tío Bernard.

—Siento no haberte dicho nada, pero llegó muy tarde y estabas dormido.

Él no contestó. Casco tres huevos, los mezcló con sal y pimienta, echó aceite a la sartén y encendió el fuego.

—Por favor, perdóname, no pensé que fuera algo malo, estaba asustado, había estado llorando, ¿qué podía hacer? —cogí su brazo, deteniendo el batir del desayuno, sus músculos estaban tensos, también sus labios mostraban una extraña línea, ni seria, ni triste, ni alegre, no sabía qué estaba sintiendo.

—Prepara unas tostadas, Astrid —me pidió —. Aunque ayer el día terminara mal para Noa, hoy lo empezará bien. Y en la mesa hablaremos, ¿entendido?

Asentí sacando de la bolsa seis trozos de pan de molde y metiéndolo en la tostadora.

Una vez sentados los tres en la mesa tío Bernard llegó a un acuerdo con Noa, podía quedarse con nosotros siempre y cuando nadie viniera a por él y le ayudara en la tienda. Noa aceptó. No le reclamamos ninguna explicación y, desde entonces, está aquí, con nosotros.

Tío Bernard está más frío conmigo, apenas sonríe y creo que todo esto le ha traído malos recuerdos.

— ¡Noa! —alguien llama desde la entrada de Babilonia.

Una mujer castaña, de altura media y algo regordeta mira a mi amigo de manera recriminadora. Al verla, Noa, se oculta de nuevo en la trastienda.

— ¡Noa, ven aquí ahora mismo! Maldito crío, dos días me has tenido buscándote —vocifera la mujer cada vez más molesta.

—Perdone —la detiene tío Bernard con una amplia y cálida sonrisa —, ¿deseaba lago?

— ¡¿Qué si deseo algo!? —exclama la mujer que cada vez se parece más a un pimiento malhumorado — ¿Quién se cree usted para tener a mi hijo aquí trabajando? ¿Acaso es usted quién le ha escondido estos días? —Tío Bernard no cambia un ápice su sonrisa —Deje de mirarme así, ¿pero quién se cree que es? ¡Pienso denunciarle! —grita acalorada.

— ¡No, no! —Noa sale corriendo en defensa de tío Bernard —Por favor mamá, no lo hagas, él sólo me estaba ayudando porqué soy amigo de su sobrina, no tiene la culpa, volveré a casa —sus ojos no la miran a la cara, ella tampoco puede mirar a su hijo a los ojos.

Tío Bernard aparta a Noa de su madre interponiendo su brazo entre los dos.

—Denúncieme —dice —. Noa se quedará en mi casa mientras lo necesite, y si usted lo desea, denúncieme.

La mujer aprieta los puños por la rabia, mira a su hijo con asco y después a mi tío con odio.

— ¡Muy bien, quédeselo! —Su voz ha llegado a ser tan aguda que parece la una de esas ardillas de dibujos animados —Pronto querrá deshacerse de este inútil —con paso torpe, contoneando su gran culo en forma de inmenso corazón azul marino, se dirige a la salida. De repente se gira, bruscamente —. Pero tú, chico -dice con una mueca de repugnancia en su pequeña boca sonrojada —, si te quedas con este hombre ni se te ocurra volver.

La campanilla japonesa termina con la discusión. Tío Bernard revuelve juguetón los cabellos de Noa, parece como si se hubiera liberado de sus fantasmas.

—Bueno, me parece que tendré que comprar cena para tres. Astrid, quedas al mando.