@IsabelDlRio / @miransaya

miércoles, 30 de abril de 2008

Astrid, capítulo 9: La sombra

Martes, 26 de febrero de 2008
En Barcelona

La tortilla empieza a oler bien, me rugen las tripas. Ayer, tío Bernard me dejó quedarme con él en la librería, saltarme las clases e ir a la peluquería a que me arreglaran el pelo, por eso le estoy haciendo la cena, como compensación: una tortilla francesa con queso y orégano y una ensalada de tomate con ajo y guindilla; platos que solía hacer mi padre, le encantaba el queso y el picante.
A mi espalda, en el hueco que da al comedor, como si fuera una ventana de restaurante, siento unos ojos que me contemplan, una presencia en silencio que observa cada uno de mis movimientos. Sonrío. Desde la tarde del domingo en la librería estamos más unidos. Con gesto amable y cariñoso me giro para sorprenderle mientras me espía, pero no es a tío Bernard a quien me encuentro vigilándome desde el oscuro hueco que da al salón sin iluminar. El plato en el que había batido los huevos y el queso se estrella contra el suelo y se hace añicos. Intento chillar, pero no sale voz alguna de mis labios. Aquel ser parece mover su boca sombría, sus manos de bruma rasgan el aire de la sala, parece gesticular, a pesar de ser como la misma noche tiene luz en medio de la negrura. Mi mirada se queda clavada en su figura, no puedo moverme, pero “eso” sí, y desaparece por la derecha, hacia donde está la puerta de la cocina. Empiezo a temblar, indefensa. Las cortinas de tubos de madera color tierra húmeda bailan entrechocando, cantando con un sonido que normalmente me resulta agradable, melódico, pero esta vez me parecen chillidos arrancados a un millar de pollos a punto de convertirse en pechugas rebozadas y nugets. Algo la aparta a un lado, haciendo hueco para poder pasar, mi espalda choca en un espasmo, en un intento de huida, contra el mármol de la cocina. Me convierto en un ovillo, clavándome la cerámica del plato en la rodilla derecha, no siento el dolor, solo el pavor que inunda mi ser, el sudor frío y amargo que cubre mi cuerpo, mi boca seca y pastosa sin capacidad para comunicarse. Ahora sólo soy un pequeño animal, un animal aterrado y atrapado.
—Astrid, ¿qué haces en el suelo? Levántate, estás sangrando.
Me ayuda a volver a una posición casi erguida, pero sigo tiritando, ahora más de frío que de miedo. Tío Bernard toca con el dorso de su mano mi frente, después mi cuello.
—¡Estás hirviendo! —exclama.
Apaga el fuego de la tortilla, ya empezaba a salir humo, no he podido hacer ni eso bien, ni una cena. Rodea mis hombros y me acompaña a la puerta, pero cuando nos acercamos “lo” veo, sigue examinándome, esperándome, justo al lado de la mesita del café, en el paso hacia las habitaciones. Me quedo clavada, como una estaca, no muevo una sola articulación, ni siquiera tiemblo.
—Vamos, Astrid, tengo que curarte la pierna y debes acostarte —ruega tío Bernard, pero no puedo obedecer, aquella cosa parece sonreír, satisfecha por el miedo que me paraliza, que me impide llevar una vida normal.
Tío Bernard me ha soltado, me observa fijamente, sigue mi mirada hasta la oscuridad del salón. Sólo el baño, al final del pasillo, está iluminado, allí donde tío Bernard, ahora con albornoz, se estaba duchando y afeitando a juzgar por la espuma blanca que cubre la mitad de su cara.
—Astrid, ¿qué estás viendo? ¿Qué te da tanto miedo? —pregunta. ¡¿Qué estoy viendo!? Eso me ha preguntado, ¿acaso ve él también algo? ¿Sabe qué es?
Intento hablar pero sólo digo palabras sin coherencia.
—Sombra… sombra… —repito, no me atrevo a señalar, temo que la boca de esa cosa sea tan rápida como para desgarrarme el dedo por descubrir su posición.
Tío Bernard me alza en brazos.
—Tranquila, yo te llevaré hasta el baño, no te hará nada —dice —. Tú cierra los ojos, y abrázate a mí.
Eso hago, oculto mi cabeza en el pliegue entre su brazo izquierdo y su pecho. Huele a jabón. Rodeo su cuello con tal fuerza que siento que le hace daño, pero no puedo evitarlo, temo que ese ser me lleve lejos, que me arranque de sus brazos. Al pasar por el salón noto algo frío que roza mi pelo, pero no llega a tocarme, la presencia de tío Bernard parece no dejar que se acerque a mí. Una vez en la seguridad del baño bien iluminado, me sienta en la tapa del váter y cierra la puerta con pestillo.
—Estás a salvo, ¿ves? —asegura. Sí, con él estoy a salvo, pero los orbes de petróleo de esa cosa atraviesan la oscuridad del pasillo llegando hasta mí.
Se sienta en la banqueta del baño y con un poco de algodón y mercromina cura la herida de mi rodilla.
—No es profunda, tranquila, sólo un rasguño —Sigo temblando —. Tendrás que acostarte, si quieres cenaremos en tu habitación, pero tienes fiebre, no puedes quedarte en pié, y veremos si mañana irás a clase —parece que cree que lo que me atemoriza es debido a la fiebre.
—¿No has visto nada? —Preguntó al fin habiendo recuperado mi voz — ¿Entonces porqué has venido? Te estabas afeitando.
Tira los algodones sucios a la papelera y humedece en el grifo una toalla limpia. Vuelve a sentarse y la pasa por mi frente, mi cuello, mi nuca,…
—He oído el ruido del plato al romperse y he salido para ver qué te pasaba —la dobla y sigue refrescándome con el lado que aún no está caliente —. Pero no he visto nada —me mira fijamente, siento que sus ojos ven más allá de la máscara que muestro a los demás —. Pero eso no significa que no te crea.
—Entonces déjame que duerma contigo, no me dejes sola —le suplico.
Él asiente, accede a mi petición aunque eso conlleve cerrar la tienda durante todo un miércoles.
—Está bien Astrid, pero tú tendrás que contármelo todo —Bajo la vista, no sé como puedo explicárselo, temo que me odie, que me mande al internado —. Quiero que cuando te veas capaz confíes en mí.
Le abrazo. No sé que haría sin él.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Empecé aer a leerla y ya me tienes capturado, felicidades por esta historia y por tu libro, me encanta lo que escribes, muchas felicidades por tu éxito.

Berto

Mânes dijo...

Muchas gracias Berto,
Pienso seguir trabajando y espero merecerme tus palabras.
Un beso
Isi