lunes, 31 de marzo de 2008

Correcciones en los diálogos

Buenas noches a todos,

Tras haber leído vuestras opiniones y críticas, y haber estudiado las normas de La Real Academia sobre el asunto, he cambiado la puntuación y los guiones en los diálogos de todos los relatos colgados en el blog.

Por favor, si veis que sigo equivocándome, o que en algún sitio me he dejado algo sin corregir, avisadme.

Un abrazo nocturno

Isi ^__^

miércoles, 26 de marzo de 2008

Astrid, capítulo 4: Por la noche


Martes, 19 de Febrero de 2008
En Barcelona
El frío suelo hiela mis pies. Aprieto mi espalda contra la pared, intento fundirme con la esquina más oculta y sombría de la habitación, hacerme invisible. Presiono mis rodillas contra mi pecho, sintiendo mi corazón desbocado. Sudor, como finos dedos de niños muertos, recorre mi nuca, mi columna, haciéndome estremecer.
La luz del pasillo se enciende, una figura alta y de espaldas anchas aparece en el umbral. Cierro los ojos con fuerza. Sus manos me cogen y levantan como si no pesara nada, su pulso es rítmico. Me siento mejor, ya no hay qué temer. Me estira en su cama, siento las sábanas tibias al rozarme mientras me cubren. Se sienta junto a mí, acariciándome el pelo, intentando calmarme.
—Por favor Astrid, dime qué te ocurre —pregunta tío Bernard en susurros, como si estuviera dormida —, déjame que te ayude.
No puedo decírtelo, pienso, no quiero que me odies. Me acurruco oprimiendo mi mejilla izquierda contra la almohada, huele a él. Sólo papá me entendía, y ahora está muerto. Rompo a llorar.
Tío Bernard se estira a mi lado y me abraza. Alarga el brazo para darle al interruptor.
—No la apagues —ruego entre sollozos.
Su calor me embriaga, es como un bálsamo que aleja todo mal. Cierro los ojos, me concentro en su respiración, en su pecho cálido contra mi espalda, en sus brazos protegiéndome, siento su aliento en mi nuca, ya no hay dedos lívidos que la recorran. La oscuridad me envuelve. Al fin podré descansar.

jueves, 20 de marzo de 2008

Astrid, capítulo 3: A salvo

Lunes, 18 de Febrero de 2008
En Barcelona

Toda la mañana ha sido gris. Grandes nubarrones ocultan el sol y la humedad hace que el frío, intermitente y repentino, se cuele bajo la ropa hasta calar los huesos.
— ¡Eres un monstruo! ¡Bicho raro! ¿¡Por qué no te vas a Francia con tu madre?! —resuena en mi cabeza.
No les gusté desde un principio, no suelo agradar a los chicos de mi edad, pero en este caso están también los padres y los profesores, cotillean sobre la vida privada de sus alumnos, especialmente de los nuevos llegados en extrañas circunstancias, son historias jugosas, y sus hijos, como esponjas, absorben todos sus prejuicios; yo los pago.
Saco la pequeña llave plateada del bolsillo de mi tejano y la introduzco, sintiendo el crujido que hace el mecanismo, como un rompecabezas de metal. Tío Bernard no está en casa, la llave ha dado tres vueltas antes de abrir. Me duele la cabeza y ahora, además, tendré que hacerme la comida o no llegaré a la primera clase de la tarde.
Al entrar, no alcanzo a posar la mochila, la cual hace que mis brazos hormigueen por el peso, cuando, paralizada en el salón, junto al umbral de la cocina, me quedo observando el final del pasillo que da a las dos habitaciones y al baño. De pronto, mi piel se eriza y mi estómago da un salto, como si descendiera la gran rampa de una montaña rusa, revuelta estoy apunto de devolver el almuerzo sobre la alfombra desgastada del salón. Allí, de pie, sin pies, un reflejo oscuro de vida, una pantomima de persona, permanece inmóvil. Trato de llegar a la puerta de salida cuando lo que asemejan un par de ojos negros, enloquecidos, rabiosos, llenos de deseo malsano, me localizan. Las lágrimas ruedan incontenibles por mis mejillas y, aterrorizada, salgo corriendo del piso, dando un portazo, sin asegurar la puerta, sin mirar atrás.
Al llegar a la tienda de tío Bernard, dos manzanas más allá, estoy empapada en sudor frío, los ojos me arden y me martillean las sienes. Empujo la puerta de madera y vidrio verde botella que da al interior de la vieja librería, la campanilla japonesa de cerámica resuena en la sala desierta. Miro cada esquina, tras el mostrador, el piso de arriba también está vacío, no hay nadie, tío Bernard debe estar en la trastienda haciendo inventario.
Me asomo a la oscura habitación donde guarda cajas llenas de libros extraños, copias de antiguos volúmenes demasiado valiosos como para dejarlos a manos de curiosos, y algunos estantes repletos de tomos por si los que hay de cara al público se terminan, cosa que no ocurre con frecuencia. Iluminado por la luz titilante y naranja de una bombilla apunto de fundirse, tío Bernard habla por teléfono.
—Sí, ése es, exacto, bilingüe y con ilustraciones, que bien me conoces Ernesto —profiere una sonora carcajada —. Eso espero, creo que le irá bien, necesita una alegría —se rasca la barba pelirroja que ya empieza a tener cuerpo —.Bien, entonces esperaré tu llamada.
Cuelga el teléfono y, satisfecho, sacude el polvo imaginario, por un trabajo bien hecho, de su jersey de punto gris. Cuando me localiza, observándole, agazapada como un animalillo indefenso y asustado, aún temblando, sus orejas se ponen coloradas, casi parecen resplandecer.
—Estaba confirmando unos pedidos de Sevilla —dice excusándose, pero no es necesario, no me importa que no haya llegado a casa a tiempo para hacer la comida, ni que vuelva a estar solo en la tienda tras la hora de cierre, sólo necesito encontrar un lugar seguro.
La mochila hace un ruido seco al caer al suelo de madera, mis pasos suenan como chapoteaos rápidos y rítmicos, y de repente ya me siento bien.
— ¿Qué ha ocurrido Astrid? —pregunta tío Bernard al hallarse apresado por mis brazos — ¿Estás bien?
—Ahora sí —respondo acomodando mi cabeza contra su pecho.
Respiro profundamente el olor a naftalina de su jersey y cierro los ojos. Estoy a salvo.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Astrid, capítulo 2: El Arco Gótico


Domingo, 17 de Febrero de 2008
En Barcelona
El bullicio, veintenas de personas apelotonadas, empujándose, rozándose,… se concentraban en la estrecha calle de altos edificios, algunos antiguos, otros de obra nueva, repletos de tiendas con carteles brillantes y coloridos, y olores dulces y pegajosos de gofres y helados. Agarré con fuerza mi bolso negro, que más que eso era la bolsa de saco que me habían dado en una zapatería por la compra de un par de botas la última vez que fui de compras con mi madre. Las personas me arrollaban, golpeándome, haciéndome perder el rumbo que tenía fijado; en aquel tumulto una chica delgada y de 1.52m apenas era perceptible. Una cuarentona, vestida como si fuera a misa y perfumada como si tuviera que ocultar algo, me zarandeó con tal fuerza que perdí el equilibrio y estuve apunto de volcar como un carro viejo con el eje roto. Tío Bernard se dio cuenta del suceso y pasó su brazo tras mi espalda protegiéndome de la gente que, a pesar de ser fin de semana, corría de un lado a otro como si llegaran tarde a una cita.
—No dejes que te empujen, ponte firme, sujeta tus pertenencias, y si es necesario saca el codo —me dijo intentando dibujar una sonrisa cómplice.
Tío Bernard no era muy dado a la sonrisa, tampoco al trato cariñoso, pero era amable y, a pesar de que no estuviera con él por gusto, no podía decir que me faltara de nada.
Ante nosotros una gran plaza de baldosas grises apareció brillante bajo la luz azulada de la tarde. Al fondo, las arcadas romanas y la gran catedral gótica se alzaban recordándonos que había habido muchos otros antes allí, diciéndonos, quizá, que no debíamos darnos tanta importancia.
Frente a los escalones de piedra de la catedral, paraditas de toldo crudo y verde oliva se sucedían con montones de personas zumbando y revoloteando como abejas atraídas por el polen. Los ojos marrón avellana de tío Bernard se iluminaron y con un toquecito en el hombro, como si un pajarillo hubiera alzado el vuelo, me hizo entender que iba a mirar algunos libros en el mercadillo de antigüedades. Yo me quedé a una distancia prudencial mientras él pasaba de mesa a mesa revisando los tomos añejos que se ofertaban junto a joyas, muñecas de caras grotescas y fantasmales, llaves de hierro y latón, fotografías color sepia y cartas ajadas.
Al llegar el viernes al mediodía a casa, sobre la mesita de café del salón había un sobre de color hueso con dos sellos de flores. Dejé la mochila en el sofá marrón de dos plazas y me quedé, quieta, mirando el matasellos francés.
—Es para ti —dijo tío Bernard desde la cocina —. Es de tu madre.
Emocionada, cogí con manos temblorosas la preciada carta y la rasgué sin esperar un instante, temiendo que se esfumara entre mis dedos si la aguantaba demasiado tiempo. En ella encontré otro sobre, cerrado, a nombre de tío Bernard, para mí sólo una hoja de cuartilla en la que mi madre me explicaba que le encantaba Francia y que había visitado París, sus tiendas y cafés, la Torre Eiffel y los Campos Elíseos. Decepcionada entregué el sobre a su destinatario, el cual lo aceptó quizá más sorprendido que yo. Línea a línea su rostro fue cambiando, agravándose, hasta que, al final, intentó cambiarlo por un gesto amable y sin decir nada sobre su contenido me recordó que era la hora de comer.
—Vamos Astrid, no hay nada que me interese para la tienda —dijo tío Bernard dándome unos toquecitos en la espalda, invitándome a proseguir nuestro paseo; el pequeño gorrión había vuelto a seguir incubando el huevo de la serpiente…
Subiendo una rampa de metal nos internamos en una calleja de piedra antigua que pasaba junto a la catedral, junto al viejo ayuntamiento adornado con espantosas gárgolas, y, al fondo, irreal, iluminado por la luz roja del atardecer, un puente cruzaba los muros, de un lado a otro, de un color blanco límpido, de formas semejantes a las pinturas de un mural, una extraña visión en aquella ciudad que tan gris me parecía.
— ¿Te gusta? —preguntó tío Bernard —Tengo unos libros estupendos que hablan de la época de su construcción, si quieres podría prestártelos.
—Pero Laura, es tu hija, no puedes hacer esto —decía tío Bernard en voz baja desde la trastienda el sábado por la mañana mientras yo colocaba algunos libros en los estantes —. No, no puedes, me da igual lo qué piense Arman, tienes una responsabilidad y ella no se merece esto —el siguiente silencio me hizo entender que mi madre hablaba desde el otro lado, justificándose —. Laura, cómo puedes ser así, era su niña, era la pequeña de Ivan… —el nombre de mi padre asomó como un fantasma en la tienda vacía. — ¡No Laura, también es tuya! —alzó la voz y en seguida la volvió a bajar creyendo que no le había oído nadie — ¿Y qué piensas hacer? –preguntó dándose por vencido — ¡¿Pero qué clase de madre eres?! No, no me cuelgues, Laura, Laura,… —él quedó en silencio unos segundos, después oí el campanilleo del teléfono al colgar y pálido salió llevando unas cajas.
— ¡Tu no eres mi padre! —grité.
Algunos de los transeúntes que paseaban por aquella antigua y mágica calleja se giraron sorprendidos. Los ojos de tío Bernard me miraron tristes, como los de un cachorro que mira al exterior desde el escaparate de una tienda de animales; la víbora había asomado y le había arrancado al pajarillo algunas plumas en su ataque.
—Sé que no soy él Astrid, y jamás querría ocupar su lugar. Yo también le hecho mucho de menos… —bajó la mirada y se agachó poniéndose a mi altura —Pero, ¿crees que podrías aceptarme?
Aceptarme, aquella palabra, “aceptación”, era justo lo que yo deseaba, que me aceptaran, que el novio de mi madre me aceptara y me dejara estar con ella, que mi madre aceptara que mi padre se había ido dejándonos solas, que no sólo la había abandonado a ella, que los niños me aceptaran como una más,…
—Sí. Creo que esos libros podrían gustarme.
Cálidos, sus ojos me miraron, por primera vez su sonrisa fue real, me cogió la mano y los dos nos dirigimos a la Plaza Sant Jaume para merendar un bocadillo de salchichas del país; pero, por lo general, dos especies tan distintas no pueden convivir.

miércoles, 5 de marzo de 2008

Astrid, capítulo 1: De camino a clase

Jueves, 14 de Febrero de 2008
En Barcelona
El resplandor del sol colándose entre las cortinas amarillas y viejas me deslumbra y desvela. Miro el reloj, es hora de levantarme, tengo que desayunar y anoche no preparé los libros: mates, historia e inglés. Oigo a tío Bernard en la cocina, abre la nevera, creo que debe estar cogiendo la leche, tropieza con el banquillo que hay junto a la mesa, gruñe en susurros y llena dos tazas. Abrazo la almohada, está caliente y huele a pelo sucio, me arrimo a la punta que aún sigue fresca. Sobre el papel a rayas verdes y lavanda de la pared la luz se mece, bailando, haciendo divertidas formas, como miles de hadas revoloteando. El despertador suena, le propino un manotazo, no se calla. Me levanto y doy al pequeño botón que tiene en la parte de atrás, había olvidado que éste no es el de mamá. Salgo al pasillo y vislumbro a tío Bernard, mal peinado y con barba de tres o cuatro días, colocando una taza a cada lado de la mesa. Entro en el baño. Mi cepillo de dientes, el que me compró mi tío en el supermercado de al lado de la estación el día en que llegué, está en un vaso de plástico con ositos marrones, el suyo reposa en uno de vidrio, igual que los de la cocina. Me lavo los dientes y la cara. Vuelvo a mi habitación. Abro el armario, pero no hay nada colgado en él, miro mi maleta en el suelo, la vieja bolsa de deporte de mi padre, dentro mis cosas están apiladas y arrugadas, mi ropa y Capry, mi peluche de color mostaza. Me pongo lo primero que cojo y cerrando la puerta de golpe me dirijo a la cocina.
—Buenos días Astrid, ¿has dormido bien?
Intenta ser amable, me repito, no grites, él no tiene la culpa de que mamá se retrase.
—Bien —respondo.
Un plato de tostadas calientes decora el centro de la mesa rectangular y blanca de la cocina.
— ¿Ha llamado mamá?
Tío Bernard no contesta, bebe un sorbo de su café para concederse unos segundos.
—Sí, perdona, llamó ayer por la noche, pero estabas durmiendo y…
Continúa justificándola, pero yo sé que no llamó, hacía noches que podía oírle roncar, días que no podía dormir hasta que llegaba el amanecer.
Me levanto y salgo de la cocina, tío Bernard me sigue.
— ¿Quieres que te acompañe a clase Astrid?
Niego con la cabeza.
—Vamos, es tu primer día en esa escuela.
—Sé ir sola, no te preocupes, ya no soy una niña pequeña, tengo 12 años y sé cuidar de mi misma.
Camino decidida hacia la salida, sintiendo el peso de la mochila tirando de mis hombros hacia atrás, encorvando mi espalda de manera anormal. La puerta se cierra tras de mí a tiempo de oír a mi tío susurrando entre dientes:
—Sí eres una niña, Astrid.
Cuando giré la esquina me di cuenta de mi equivocación: había olvidado los libros de clase. En la mochila sólo llevaba unos tomos de la tienda de mi tío, pero ya no iba a volver atrás, no para que creyera que necesitaba ayuda.